Palabras de más [Parental advisory]

A Frank Ulloa Melo, el poeta, lo conocí a finales del año 2005. Sin embargo a Frank, la persona, lo conocí muchos años antes cuando rondábamos los bares de la zona colonial de Santo Domingo, cuando todavía había gente que discutía cuándo era que el nuevo milenio comenzaba de verdadverdad.

Por aquellos días felices e indocumentados, nadie le llamaba poeta. La primera vez que me presentaron a Frank, lo hicieron como el Ministro y lo primero que hizo fue servirme un trago de ron, como para que ni tuviese que preguntar qué era lo que administraba.

El Ministerio, esa especie de Club de la Serpiente recién saliendo de la adolescencia, era una colección de personajes -que es lo que se vuelve la gente desde que se muda a la memoria- agridulces, geniales, de locura abierta y restringida, habitados por la sensación de la prisión que es la isla rota. Yo desconozco sus orígenes, sobre eso tendrán que preguntarle a Frank, pero por un tiempo, en su órbita fuimos muchos, todomundo enamorado de todomundo y de cuanto oliera a belleza, y a rabia; junkies con la música; el amor a Ocho Puertas, el desprecio a los lugares en los que no se podía ser negro y que dejaban gente fuera porque no tuviera los zapatos o la camisa... ese clasismo racista que dicen que aquí no existe; todas groupies de Toque, y todos también.

De aquel núcleo: diseñadores, pintores, ilustradores, escritores, músicos y al mismo tiempo, estudiantes, empleados agrícolas, de imprentas, de call centers, de zonas francas, subpagados en las publicitarias y estudios de diseño, emprendedores, desempleados; ilusos y privilegiados, compensando con música, ron y cigarrillos la respuesta a la pregunta ¿quién les manda a creerse artirstas en este país?

Aunque siempre sospechamos que esa no era la pregunta correcta, era la que siempre nos hacían. Además, fuimos inmaduros, ingenuos y torpes en nuestras respuestas y así, hubo quienes eligieron irse para no volver y aún no lo han hecho -ni al país y ni a sus propias obras-, pero antes de que eso pasara tuvimos unos buenos años de amigas y amigos contra los fantasmas habituales: la olla, las histerias, el amor y las resacas, todos cada vez más terribles. Fue entonces cuando aprendimos que la gran lucha del autor ha sido siempre contra la palabra imposible.

Hacia finales del 2005, había decidido publicar unos poemas, tenía ganas de hacer y fracasar quizás, toda mi vida he sido muy bueno en caer de bien alto, según dice algún amigo, pero yo sabía dos cosas: que quería publicar unos poemas y que quería hacerlo con otras dos personas, primero porque “3” es un buen número y porque entre tres debía ser más fácil asumir los costos de la publicación y distribución, y en esas andaba una noche en S Bar, cuando todavía era solo un bar oscuro, con buena música, mejor conocido como Falafel, cuando el Poeta escribió algo en una servilleta y se lo pasó conmigo a una santiaguera con la que estaba -yo- fracasando rotúndamente en el intento de otra oportunidad, Ella lo leyó y dijo: báarbaro Ministro...

A él, lo miré con un rencor de años emborrachándonos sin saberlo: ¡Ah porque tú ¿escribes?! y el resto es historia. Ella claro que sabía, y por supuesto que lo hizo de maldá.

Por todo esto me encuentro en una posición precaria para hacer un comentario objetivo sobre este libro y no pretendo hacerlo. Mejor, prefiero seguir chismeando un camino hacia algunas de las ficciones biográficas que estimulan el morbo y continúan abriendo puentes a re-lecturas de estas voces.

Podría por ejemplo cometer la indiscreción de contar que esta es la obra de un poeta que nació en la capital por culpa de David (el ciclón), y que ha vivido casi toda su vida capitalina frente a una amapola entre tres colmadones cuyo respectivo musicón comparten de manera simultánea y extremadamente democrática con todo el barrio; que una vez fue un muchacho de catorce a quién en una fiesta familiar en Baní, abuelo materno, padre y tío llevaron a que aprendiera a beber y cuando llegaron al bar el abuelo pidió la canción Caballo Viejo, que desde ese momento sonó una y otra vez hasta que cuatro generaciones de hombres estuvieron listos para volver en fila india a la casa, donde abuela, madre, tía y los primos chiquitos y todas las primas reían y recriminaban a los más viejos el haberlo devuelto en tal estado, que en el futuro se llamaría algo parecido a la felicidad.

Quizás por eso, PARA QUÉ DECIR DEMASIADO huele a café, a cigarrillos y ron. La de Frank es una poética viciada y muchas veces histérica, con evidentes obsesiones y lugares recurrentes, que revisitan todas las voces. La fisura es de timbre y de ilusión de tiempo. Una de las voces tiene un pleito casado con la gravedad, y a veces gana, casi siempre se estrella. Otra de las voces habla con calma, otra solo parece existir cuando la invoca una canción maldita que le hace pensar en tetas, nalgas, o en ausencia de. Otra tiembla, siempre, como quien si se está quieta se muere.

Todas estas voces sin embargo, se encuentran en la desnudez de lo que se añora, en la sencillez de lo que se desea, y así son sus palabras y sus contextos. PARA QUÉ DECIR DEMASIADO comparte con el resto de la obra de Frank Ulloa Melo el lenguaje cercano y una redimensión de los lugares comunes de los que tanto se reniega en los encuentros de quienes saben mucho de literatura. Mientras tantos les rehúyen, Frank en cambio los habita, se burla de sí y de ellos, los refunda usando las mismas letras: de qué pretenden que escriba si todo lo que cambia sigue igual, si en el fondo las canciones y las novelas siguen diciendo lo mismo que hace cien años.

Son tantos posibles caminos hacia el nacimiento de una voz. Yo a Frank lo imagino de chiquito, digamos que en Matanzas, Baní, en una época más perversa y más sana, cuando los cabareses tenían delante discoterrazas abiertas con belloneras, al lado de la iglesia, donde las gentes que “bailaban” iban a confesarse; al frente de algunas casa de esas donde pudo haber una abuela, que dijera a su nieto: tome esta moneda, y vaya y dígale a don Dirsio, que digo yo que ponga algo de Tito Rodríguez. Porque hay un oído de bolero, de mambo, de bachata y una lógica tanguera acechando a uno para morderlo en este libro y con frecuencia pienso que si esa abuela hubiera existido, tendría gran parte de la culpa.

O quizás, como de costumbre, miento y, como en un sueño, tal vez la iglesia no sea una iglesia, la abuela sea su abuela o la casa no esté frente al parque; aunque tantas veces las tetas sean solo tetas y un cigarro... bueno eso sí, con el café bien cargado, y sin azúcar, por supuesto.

H.
Guadalajara, Enero 2022.

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